Will es un pequeño poblado suizo ubicado al noroeste del país helvético, cerca de Austria, de Liechtenstein y otro tanto de Alemania. Allí se juega al fútbol, pero no se vive el fútbol. O en todo caso, se lo vive a medias. Más cerca del sentido común que del sentido argento.
La pretemporada estival con mi equipo, el FC Basel, había culminado en los siempre imponentes Alpes Suizos. Digo siempre porque era mi tercera concentración en las gigantescas montañas del sur suizo y las sensaciones ante tales paredes naturales nunca se alejaron del asombro.
Luego de varios meses a los tumbos, por mi pubis y sus cuestiones accesorias, ese verano se presentaba alentador. Recién alejado de los dolores, ese par de semanas de mountain bike alpino y trabajos en campos perfectos a casi dos mil metros de altura y con inviernos escalofriantes, fueron redentoras.
Todo aquel que ha tenido penurias vinculadas a las lesiones sabrá que el regreso a la normalidad es similar a la sensación de cualquier perro cuando le abren la puerta para salir a la calle: felicidad sin condicionamientos.
Nada paraliza al futbolista como una lesión. Es una inhabilitación temporal difícil de aceptar. Inhabilitación que conforme perdura en el tiempo acrecienta las dificultades de aceptación. Acrecienta la dificultad de aceptación y agiganta el disfrute del regreso.
Esos días, de sol aunque lloviera, de sonrisas ante un entrenamiento duro, eran mis días.
Autoestima por las nubes y felicidad a la par, volando por los cielos verdes de un cancha transitada sin dolores. Autoestima y mentalidad positiva. Combinación insuperable para soñar, en épocas mundialistas, en grande.
Nunca había vivido una Copa del Mundo fuera de mi patria, pero nunca había estado tan cerca de una. Alemania se situaba a un río de mi hogar suizo. La atmosfera, la festividad y el entusiasmo de una Suiza presente en ese certamen desdibujaban la frontera; y la chance de ver a la Selección en vivo, por primera vez, desdibujó los casi mil kilómetros que separan Basilea de Hamburgo, en el extremo norte teutón donde el equipo de Pékerman debutó, triunfo mediante, ante Costa de Marfil.
Tras el siempre bienvenido triunfo en el arranque, vino la expresión artística excelsa ante Serbia, interrumpida por un entrenamiento respetado a rajatabla, y el menos recordado de los 0 a 0 con Holanda.
Cada regreso de pretemporada incluía un encuentro medianamente competitivo para olvidar las melosas goleadas ante equipos regionales en zonas desprovistas de nieve y frío solo un puñado de meses al año.
Esa vez, la parada forzada fue en Will. Ese 24 de junio de 2006, Argentina se medía ante México por octavos de final. Confrontamos horarios y suspiramos: terminaríamos antes del inicio del partido que nos importaba. No hablo en plural por el sagrado sentido colectivo que le otorgo a este juego sino que lo hago por incluir a Matías Delgado, mi hermano argentino dentro del equipo.
Julio Rossi, ex compañero en Basel, amigo eterno y cuñado de Matías, llegó hasta Will junto a un cazador de sueños, de esos que se cuentan a montones en el fútbol de ascenso de toda Europa: David Córdoba. Tras nuestro match, nos encontramos de inmediato y decidimos ver el partido allí. No había tiempo para regresar a casa.
Una taberna llena de suizos nos hizo un hueco. No sé si nos reconocieron, pero sí sé que notaron nuestro origen en el gol de Crespo que desde nuestras gargantas se hizo oír intensamente.
De allí en más, fuimos visitantes. Sin excesos, a la suiza, pero visitantes. Visitantes hasta cierta aparición mágica. Visitantes hasta que Juampi Sorín la cambió de frente y Maxi Rodríguez la paró de pecho. Y visitantes hasta que los cordones de su zurda se adentraron en la bocha.
En ese preciso instante todo se detuvo, poco pero se detuvo. Comenzamos a sentirnos banca y a separarnos de las sillas. Y cuando la pelota abrazó la red, a casi doce mil kilómetros del pago, a más de dieciséis horas de viaje, con la boca tan llena de gol que cortaba la respiración, decididamente y para siempre, Julio, Mati, David y yo fuimos locales.
Fuimos, somos y seremos locales en ese bar por el talento de un héroe silencioso que nos hizo creer que la Copa podía volver a ser nuestra. Y que nos hace creer lo mismo cada vez que lo recordamos desde ese abrazo eterno en tierras europeas.