Leandro Drivet, investigador del Conicet y docente de la Facultad de Ciencias de la Educación UNER, realizó una columna de opinión acerca de la situación actual de los menores y las restricciones. A esto refiere la falta de la presencialidad en la educación y la falta de sociabilización.
"El consenso científico internacional sobre las escuelas expresado por las más rigurosas agencias internacionales de salud pública en el marco de la pandemia actual es inequívoco desde el último tercio de 2020: deben ser lo último en cerrar y lo primero en abrir, porque no constituyen una fuente importante de contagios, y su cierre, por lo tanto, no colabora de modo significativo con el descenso de casos en una comunidad1 . De este consenso podemos derivar, entonces, que en nuestro país a los niños y adolescentes se les impone un sacrificio inútil. Al privarlos del derecho a estudiar y a socializar, no se les “solicita” un “esfuerzo” –como suele decirse–: se los convierte en objeto de violencia y sometimiento.
La suspensión de la educación presencial y el aislamiento riguroso de menores son medidas que no obedecen a criterios sanitarios ni educativos. Si la educación fuera una prioridad, la vacunación del personal docente, el transporte, y las condiciones edilicias de cada institución tampoco deberían ser obstáculos después de un año y medio de pandemia. Conculcar el derecho a la educación (la “educación virtual”, un sustituto menesteroso de la educación presencial, es un privilegio al que sólo accede un porcentaje menor de los alumnos en nuestro país) y aislar totalmente a la población más joven significa profundizar la inequidad y empujar a niños y adolescentes a la deserción escolar, al trabajo infantil, a la inseguridad alimentaria, a los desórdenes nutritivos, al sedentarismo y a la falta de atención adecuada de problemas del desarrollo (que suelen descubrirse en la escuela). Además, los especialistas han señalado que el encierro y la falta de interacción con pares fueron factores desencadenantes de estrés, depresión, ansiedad, irritabilidad, trastornos del sueño, depresión y conductas autolesivas en los niños. Incluso se han reportado suicidios de adolescentes afectados por la soledad forzada. Al mismo tiempo que en la sociedad aumenta la miseria, la violencia y el estrés, han disminuido las denuncias de abuso infantil, puesto que la escuela es el principal sitio de detección de las agresiones sexuales sufridas por los menores y de la violencia familiar en general. Esto quiere decir que con las instituciones educativas clausuradas muchos más niños están siendo víctimas silenciosas y desamparadas de toda clase de humillaciones. ¿Y qué decir de los niños con discapacidades o comorbilidades que no disponen aquí de una vacuna aprobada y que han perdido el derecho a un tratamiento adecuado? La desprotección y la invisibilización son políticas activas de deterioro de la salud desde un punto de vista integral. Escudándose en consignas vacías, los responsables políticos han decidido mortificar a los niños durante meses.
En esta situación, exigir la inmediata apertura de las escuelas y la presentación pública de un plan educativo integral orientado a reparar los daños ocasionados, no basta. La conculcación sistemática, ilegítima, prolongada e inútil de derechos básicos a los menores de edad es, en sí misma y por sus consecuencias advertidas y probadas, de una gravedad extraordinaria, y sin embargo relativizada. El sufrimiento físico y mental que se les causó (y se les está causando) a los niños desde el Estado es una ocasión histórica para reflexionar sobre nuestra tolerancia con la tortura, y sobre los alcances de dicho concepto.
¿Puede considerarse el sufrimiento prolongado y evitable ocasionado a los niños por el Estado en esta circunstancia como un tipo de tortura o trato cruel? No nos apresuremos a descartarlo con escepticismo como si se tratara de una exageración. Teniendo en cuenta la gravedad de las consecuencias enumeradas, relativizar los perjuicios se parece a convalidarlos. La “Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes”2 vigente desde 1987, y firmada por nuestro país, establece en su artículo primero que "tortura" es “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales”. El texto contempla que el fin de esa violencia puede ser cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, y que ésta puede ser infligida “por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”. Por otro lado, aclara que “no se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas”.
Consideremos el asunto cuidadosamente. El daño prolongado, arbitrario e inútil provocado a los menores con el consentimiento de funcionarios públicos está fuera de dudas. La intencionalidad de las medidas aquí discutidas y de sus consecuencias, debe considerarse consciente desde el momento en que existe un consenso científico que los ha identificado y ha alertado sobre ellos. No hay fundamentos para afirmar que la finalidad del cierre de escuelas y el aislamiento de niños sea la salud pública. Sí, en cambio, para demostrar que dichas imposiciones menoscaban la salud y se basan en una discriminación: los niños no son especialmente susceptibles de padecer las formas graves del COVID-19, y tampoco son importantes contagiadores. Las ponderaciones científicas indican que aislarlos no los protege más de lo que los daña, y que tampoco es una medida eficaz para cuidar a terceros. En consecuencia, privar a los menores de su derecho a estudiar y a socializar con pares también fuera de la escuela es un castigo del que son víctimas, y no una medida con justificados fines epidemiológicos.
Por último, la legitimidad de la suspensión de la educación presencial es una cuestión cuanto menos controversial. La Convención citada afirma en el artículo segundo que “todo Estado Parte tomará medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole eficaces para impedir los actos de tortura en todo territorio que esté bajo su jurisdicción”, y en el inciso segundo se aclara que “[e]n ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura”. El Estado en sus diferentes niveles no tomó ni toma las medidas necesarias para impedir el sufrimiento de los niños y adolescentes debido a la privación del derecho a estudiar y al aislamiento prolongado a los que fueron y son sometidos, sino que, por el contrario, es el responsable de las decisiones que causaron y causan ese sufrimiento.
El pretexto esgrimido por los Gobiernos de turno es, contra lo previsto en la Convención citada, la circunstancia excepcional de una emergencia (sanitaria). “La emergencia no es una franquicia para violar derechos”, escribió el presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Carlos Rosenkratz, en la fundamentación de su voto sobre la violación por parte del Estado Nacional de la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires del derecho a decidir el dictado de clases presenciales. Por su parte, Ricardo Lorenzetti determinó que la facultad del Estado para limitar el derecho a la Educación se justifica sólo cuando puede constituir en causa de daños a terceros siempre que no implique una afectación esencial del derecho, “lo que ocurre cuando la medida es reiterada en el tiempo o implica una profundización irrazonable de las restricciones que impidan el acceso a la educación de calidad” 3 . Por último, es preciso añadir que, evaluadas a la luz de la Convención sobre los Derechos del Niño4 (CDN), las medidas del gobierno sobre los niños y adolescentes resultan claramente lesivas de la integridad y dignidad de éstos (ver en particular los artículos 28 inciso “e”, 29, 32, 37 y 39). De modo genérico, en la CDN se priorizan los derechos de la infancia a la salud, la educación, la protección y la igualdad: tres derechos que, como efecto directo de la suspensión de la educación presencial y de la soledad forzada impuesta a los niños y adolescentes, los gobiernos nacional y provincial han violentado de modo injustificado y sistemático.
Por todo lo expuesto, sugiero que, a esta altura de la situación, la consigna #AbranlasEscuelas es imperiosa a la vez que insuficiente. Un diagnóstico preciso sobre el problema al que nos enfrentamos debe señalar, e incluso imputar por todas las vías correspondientes, la responsabilidad de las autoridades políticas sobre el trato cruel, discriminatorio y abusivo al que han sometido a los menores.
También nos obliga a preguntarnos, como ciudadanos, por nuestra responsabilidad específica. Puesto que hay algo peor que la tortura: su naturalización. Durante meses, fuimos testigos del sufrimiento de nuestros hijos a causa del cautiverio oscurantista al que se los confinó. Aprendimos que si no nos movilizábamos por ellos, nos convertíamos en cómplices. Es hora de que el reclamo se generalice, se vuelva prioritario y alcance soluciones satisfactorias de inmediato. Si la estatura moral de una sociedad se mide en relación con aquellos que están a su merced, lo que hagamos (o dejemos de hacer) por los niños será un parámetro crucial para determinarla".