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25 de abril de 2019


El comienzo del otoño suele no traer buenas noticias en la Argentina. Por el contrario, es un momento en que el país suele estar con las defensas bajas, luego del descanso del verano, y las crisis políticas y cambiarias encuentran un terreno propicio para desarrollarse.

Ocurrió en 2018 y ahora con la aceleración de la inflación y la incertidumbre electoral que provoca un Gobierno debilitado, más por la decepción que genera el incumplimiento de metas inexplicablemente ambiciosas que por realmente "no haber hecho nada" (como de manera simplificada argumentan quienes niegan los progresos en la eliminación de severas trabas y distorsiones que arrastraba una economía dominada por el default parcial de la deuda pública y consecuente cierre de la economía).

Claramente, cuando ocurre una corrida cambiaria, aunque en este caso tuvo la particularidad de no afectar la solvencia del sistema financiero, no puede explicarse por una única causa. Más aún cuando se extendió por un largo período de cinco meses, desde fines de abril hasta fines de septiembre, y solo pudo ser controlada parcialmente luego de dos acuerdos con el Fondo Monetario y el cambio de dos presidentes del Banco Central.

Una de las causas fue el fracaso prenunciado de las metas de inflación, porque nunca había funcionado en el mundo a partir de tasas de dos dígitos altos al año, del 30% a 40%, como registraba el país; y la intervención del Banco Central por parte de la Jefatura de Gabinete, explicitada con la desafortunada conferencia de prensa del 28 de diciembre de 2017.

Pero luego se sumaron los efectos de la subestimación de la realidad internacional: las tensiones en las relaciones comerciales entre EEUU y China y el efecto de la expectativa del endurecimiento de la política monetaria de EEUU sobre una economía debilitada como la local y que ante la pérdida de grados de libertad para financiar el abultado déficit fiscal y de cuenta corriente de divisas acudió al endeudamiento externo que habilitó la salida del default.

También se sumó el efecto de la subestimación de "la peor sequía en 50 años" sobre las cosechas de cereales y el complejo oleaginoso, y consecuentemente de la generación de divisas a través de las exportaciones del campo.

Pero el detonante, al parecer, no fue otro que la entrada en vigencia del Impuesto a la Renta Financiera sobre las tenencias de Letras del Banco Central (Lebac) por parte de los inversores extranjeros, porque provocó la cancelación acelerada y la huida a la compra de dólares, que Federico Sturzenegger, presidente del BCRA por entonces, no pudo detener con la venta de hasta USD 5.300 millones en 7 días y récord de más de USD 1.471 millones en una sola rueda.

Pero para los ojos de los inversores, en particular de los fondos internacionales, hay momentos en los que la avaricia supera al miedo. Entonces, se colocan a altas tasas de interés en pesos, más altas en términos de capacidad de recompra de dólares que respecto de la tasa de inflación, como ocurrió entre 2016 y comienzos de 2018. Por otro lado, cuando el miedo doblega a la avaricia, se van en manada, como ocurrió desde el 25 de abril del año pasado. Ahora no son pocos los que creen ver una repetición de ese fenómeno.

Y pese a que el mercado no reaccionaba frente a las medidas del Banco Central, se siguieron vendiendo dólares de a centenares de millones y la tasa de interés de política monetaria ya había saltado del 27% a 40% anual.

Y la razón, que no fue bien leída por el Gobierno, se había generado cuatro meses antes, cuando se reglamentó la Ley de Impuesto a la Renta Financiera. El país se había convertido en un colocador neto de deuda pública y previendo el endurecimiento del mercado de capitales, el entonces ministro de Finanzas, Luis Caputo, se anticipó a colocar en los primeros días de enero deuda por USD 9.000 millones para intentar cerrar el plan financiero del año. Con eso encendió la luz amarilla en los semáforos de los analistas de fondos soberanos.

Así se llegó a mayo con el rápido reflejo del presidente Mauricio Macri de anunciar el pedido de auxilio financiero al Fondo Monetario Internacional, como prestamista de última instancia y obtuvo un rápido acuerdo por USD 50.000 millones, récord nominal en la historia del organismo. Pero antes del primer desembolso por unos USD 15.000 millones, se exigió la renuncia del presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, que salió con un nuevo salto del tipo de cambio de más de 6 por ciento.

Tampoco Caputo, nuevo titular del Central, contaba con la aprobación del staff del FMI, porque consideraba que los fondos eran para hacer frente al pago de vencimientos de deuda pública, y no para satisfacer el insaciable apetito del mercado. Para peor, el consenso de los economistas criticaron los postulados del acuerdo, porque detectaron severas inconsistencias entre los objetivos fiscales y de política monetaria. De ahí que persistiera la salida de dólares y la suba de las tasas de interés.

Solo cuando el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, ajustó la propuesta, y designó a su viceministro Guido Sandleris como presidente del Banco Central, el Fondo accedió a cambiar las condiciones de acuerdo y reforzar la asistencia a USD 57.000 millones. Eso calmó a los mercados, y se fortalecieron las reservas.

Pero una vez más, la ausencia de señales políticas, y de fallas en la comunicación sobre los efectos iniciales de la extrema ortodoxia que significan los objetivos de déficit cero y de política de emisión cero para vencer la inflación, como la agudización de la recesión, hasta que se ordenen todas las variables, comenzó a minar la confianza en el Gobierno y a emerger la posibilidad y probabilidad concreta de regreso de las políticas populistas.

Así se llegó al escenario actual. Una vez más la mala lectura de la economía internacional por parte del ala política del Gobierno, que está llevando a una fuerte apreciación del dólar en el mundo y una consecuente caída de las divisas y suba de las tasas de interés, alimenta una nueva corrida cambiaria, con salto del tipo de cambio, de las tasas de interés y consecuentemente del Índice de Riesgo País.

Técnicamente, la Argentina no enfrenta serias dificultades de financiamiento para el 2020, "solo restan unos USD 8.000 millones", aseguran los expertos en finanzas de los bancos, pero en un contexto de incertidumbre eso puede ser mucha plata.

La decisión del Gobierno de hablar más de los riesgos que ofrece su principal enemigo, el kirchnerismo, que de las fortalezas de su política, más allá del alto costo que está pagando la sociedad en su conjunto, desanima a los mercados y alimenta una nueva salida de capitales, aunque no tendría el resto que tenía un año antes, cuando se adelantó.

 

Fuente:  Infobae