No es sencillo globalizar sueños futboleros. Hacerlo, es más bien, un acto de grosería, de altanería absurdo e innecesario. Sin embargo, hay algunos anhelos hermanados con el fútbol que atraviesan de extremo a extremo las ilusiones de cuanto piba o pibe corra detrás de una pelota.
Jugar en Primera, seguramente esté entre los principales. Hacer un gol, lo mismo. Ingresar al campo de juego bajo el estruendo de los colores propios emergiendo de las palmas y las gargantas de los incondicionales, también.
Y es, en este último, donde quiero frenar la bocha y levantar la cabeza. Y me detengo aquí porque aun escondido detrás del de llegar a Primera o del de ese mágico gol, este sueño tiene un valor romántico intransferible. Este sueño habla de cariño, de abrazos, de complicidades y de tirar paredes, de ese místico ida y vuelta. Está emparentado con los sentimientos, con el juego colectivo, con el entrar juntos a la cancha, con el vínculo directo y sin filtro que solo existe entre el jugador y el hincha.
El “ole” creciente ante cada pase que va edificando una tenencia de pelota, ese “ole” que muta a “oooole” conforme se prolonga fastidiando al rival y agigantando al que la tiene. El “uuuu” seguido del aplauso optimista que estimula a seguir probando tras un
remate que no se fue tan cerca.
La ovación ante una barrida desproporcionada en mitad del campo en un partido que no despierta odas festivas, ovación que ofrece de corazón el hincha y que recibe con autoestima mejorada el futbolista. La esperanza nacida del público cuando el delantero encerrado contra el banderín gana un córner, esperanza que trae a los centrales envueltos en una atmósfera que los convence de que gritarán gol elevándose como los dioses tras ese tiro de esquina parido con esfuerzo.
El grito de guerra que no es solo el desahogo del descuento sino que es, además, la convicción de que el empate llegará, esa euforia bélica irrefrenable que baja de las gradas para persuadir a los jugadores de que así será, si o si, por mandato futbolero.
El bullicio previo a un penal que es desafío o martirio según la personalidad del que se hace cargo o han hecho cargo de esa pena máxima.
Tienen cosas del viento, los hinchas: son capaces de empujar o frenar el espíritu según vengan de frente o de cola. Gravitan, deciden sus estados de ánimos desde antes del profesionalismo.
No se sabe a ciencia cierta porqué, pero en este suelo es así. Todo lo que llueve de la tribuna pesa. Algunos le han puesto número y otros, nombre. Más allá de ello, lo que está fuera de discusión es que entre los dieciocho que saltan al campo, las multitudes tienen su lugar. Siempre se intentará, desde el césped, que de algún modo sean de madera, pero nunca serán de palo del todo. Sean pocos o muchos, en ligas amateurs o profesionales.
Pero habrá que acostumbrarse porque si bien son necesarios, hoy no son urgentes. Son primordiales, más no prioritario.
La pandemia ha estimulado la creatividad, pero ni los cartones con siluetas de personas ni los muñecos inflables ni las pantallas gigantes, reemplazan la temperatura humana. Solo son diferentes diversas formas farsantes que se ahogan en sus propios
silencios; y que culminan siendo inútiles e inofensivos.
En fin, nos han colocado pulmones, nos han sacado los visitantes y nos han sentado a muchos hinchas, pero no se confundan. No te confundas coronavirus. Sin público podrá ser deporte, podrán ser once contra once, podrá durar noventa minutos más el tiempo adicionado pero no será fútbol. Simplemente, porque sin gente no hay fútbol. Se llamará igual, pero no será nuestra tradicional pasión hasta que los partidos se jueguen, como ayer y como siempre, entre jugadores y simpatizantes.
Soportaremos los huecos de multitudes, como diría el maestro Roberto Arlt, con paciencia y conciencia, pero sabiendo que son temporales y que se volverán a llenar antes de que olvidemos como vive un estadio con público.
Como esta nueva normalidad que de a poco vamos recuperando y que en un tiempo, esperemos, sea historia.