Los equipos que alcanzan metas importantes más que como compañeros funcionan como familia. Pero ojo, no me refiero a la familia en el formato tradicional que culturalmente hasta no hace mucho era la única opción de familia. Me refiero, más bien, a lo sentimientos que despiertan los lazos familiares, tengan o no un vínculo sanguíneo directo.
Y hago esta parábola porque este plantel ha demostrado tener roles claros en su estructura; porque ha demostrado creer fervientemente unos en otros, y todos en una idea; porque la búsqueda es el beneficio colectivo por encima del lucimiento personal; por se rescatan mutuamente, como lo hizo el líder futbolístico en varios partidos y como lo hicieron otros ayer; porque toleran que no se pueda hacer siempre lo que uno quiere, interpretan los momentos y los intentan resolver, vengan como vengan; porque aceptan y conviven con las diferencias lógicas que nacen de un grupo con tanta amplitud etaria y con tan diversos orígenes y caminos; y porque no se creen los mejores, pero sí se creen los más fuertes.
Aunque ganen o pierdan.
Esta selección, desde hace un tiempo ya, ha construido unidad, armonía y funcionamiento. Funcionamiento humano, digo. El tipo de funcionamiento que sostiene creencias cuando no se logra funcionar del todo deportivamente; el tipo de funcionamiento que te catapulta a la confianza total cuando el talento fluye.
Esa construcción tiene al entrenador como punta del iceberg, pero tiene además sostenes tremendamente valiosos, invisibilizados por decisión de ellos mismos, que son sus ayudantes de campo. Tipos de selección desde siempre, con vestuarios, victorias y derrotas de sobra en el lomo. Y evidentemente, por encima de todo, con capacidad para trabajar de lo que trabajan. Ese perfil bajo está emparentado con la relación que este grupo ha establecido con la euforia y la calma, para de desenfocarse ni aturdirse en lo bueno o en lo adverso.
Entran, salen, van de arranque, ingresan de recambio, no entran. La descosen, rinden a medias, no les sale una. Circunstancias habituales, todas. Sin embargo, lo valioso es la dirección de las voluntades, que no se alteran: son siempre positivas. De respeto y compromiso a la causa, sin caras quejosas, sin brazos revoleados al aire, sin gestos condenatorios al compañero. Quizá porque sean más que compañeros.
Esa fortaleza transmite este grupo, porque es eso lo que es. Un grupo fuerte que juega bien o mal, pero que no deja de mostrarse como tal, acortando los tiempos de las siempre complejas transiciones y de los escasos entrenamientos que ofrece el calendario a las selecciones.
Tiene líderes maduros que no se alimentan ni del odio ni de la descalificación. Líderes que prefieren ser insultados y tildados absurdamente de tibios antes que no estar. Líderes que se nutren de lo más noble de este deporte para no dejar de intentar: la ilusión de alcanzar un sueño. Son niños, en ese punto. Se limpian de la toxicidad del entorno con una capacidad admirable y vuelven a probar.
Tiene esta selección, además, jóvenes experimentados capaces de asumir protagonismos. De no pasar siempre por el mejor, de tomar decisiones por otros caminos para hacer menos previsible el juego, para hacerse mejores a ellos mismos y para hacer más determinante a Messi quien puede analizar como analiza desde dentro sin tener el balón todo el tiempo en el pie.
Y tiene, por si fuera poco, pibes serenos y hambrientos. Confiados de lo que son, que entienden que el derecho de piso es una fábula vetusta y que aquí juega quien hace méritos. Pibes con todos los sentidos despiertos, con la autoestima por las nubes y los pies por el piso, que respetan el liderazgo de quienes guían, con buen tino, el camino humano y profesional que camina este equipo.
Por todo esto, por la reivindicación de esta camiseta para con el maltratado Di María y por muchas cosas más que seguramente descansarán en lo profundo de ese conjunto de personas, Argentina es un proyecto confiable.
Es además, campeón de América. Pero podría no haberlo sido. Lo es después de mucho tiempo y eso es alivio, aunque veintiocho años no pueden entrar en la mochila de ningún futbolista.
Argentina es campeón. Y podría no haberlo sido. Como cuando mereció y no lo logró no hace tanto, en Estados Unidos, en Chile y en el mismísimo Maracaná.
Por eso, necesario como el agua, el resultado hacía falta. Para descargar los hombros, para inundar un ratito las calles, para que nos abracemos con los que nunca la habían visto en lo más alto del podio y para que nuestro capitán –junto a otros de la vieja guardia- conozca el sabor de la cima en celeste y blanco.
Y para ganar tiempo.
Sí, tiempo. Porque todas las características que nutren este texto existen más allá del título, eran visibles -para los que queremos ver más allá de un gol- antes incluso de vencer a Brasil. Pero el sistema del fútbol nunca tiene tiempo y la derrota siempre tiene una cabeza por hacer rodar.
Argentina ha ganado, evidentemente, un título negado hace décadas. Y ha ganado también, tiempo para seguir adelante con un proceso que por lo que demuestran los futbolistas, es esperanzador.
Argentina, ¿decime que se siente? Pertenencia se siente, pertenencia.