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31 de marzo de 2021


Finalizado el séptimo capítulo en un campeonato de Primera División de nuestro fútbol argentino, nunca los equipos de nuestra ciudad, de manera conjunta, habían culminado invictos.

Es un dato histórico, con lo complejo que resulta hermanar los caminos futboleros de ambos clubes en una referencia estadística sin despertar rencillas. Pero es un dato real, por lo cual, abordable más allá de las pasiones.

Sin embargo, este curioso término habitualmente es sobrevalorado como un componente aislado y eso es un error. El invicto, como cualquier otra circunstancia deportiva, se nutre o desnutre de su contexto.

Por eso, es necesario ser claro en un punto: el invicto es un medio, no un fin.

Comparémoslo con algo simple. Esta variable del juego es como la asistencia perfecta a la escuela. Así como no faltar nunca no garantiza ser el mejor alumno, no perder nunca no significa ser el mejor equipo.

De todos modos, descalificar esa virtud sería una necedad. Nadie se mantiene en esa condición seiscientos treinta minutos más el adicionado de siete juegos consecutivos sin merecimientos. El azar puede ayudar, pero solo en algunas ocasiones. No perder demuestra que hay virtudes a la hora de protegerse.

En Colón son una marca registrada de la era Domínguez; en Unión una construcción relativamente novedosa que surge de cierta reconversión de la idea de juego principal de Azconzábal.

Lo concreto es que para no caer derrotado hay que merecerlo. En este punto, principalmente en los últimos partidos, ambos lo han logrado: ninguno ha merecido perder.

Pero esto resuelve una parte del acertijo futbolero que debe descifrarse para lograr objetivos importantes. La otra parte, se resuelve mereciendo o concretando en el arco rival.

Y allí radica la otra diferencia entre Tatengues y Sabaleros: la eficacia.

Con el cambio de puntuación de hace algunas décadas el empate como elemento de acumulación de puntos se ha devaluado. Ya no representa la mitad de un triunfo. Representa un tercio. De allí que, en términos prácticos, ganar y perder sea más beneficioso cuantitativamente que empatar dos veces.

El valor del invicto, el de no perder, sí tiene un fuerte arraigo emocional. La sensación de invulnerabilidad es poderosa. Pero solo si sirve de trampolín para animarse a más. De lo contrario, si toma demasiado valor en sí mismo ese hecho, el día que desaparece derrumba el ánimo y expone debilidades.

En conclusión, desde lo anímico y su valor empírico histórico el invicto es un elemento valioso. Desde la realidad llana, si no se acompaña con triunfos, es un castillo de naipes.

Nadie juega para empatar, pero entender la derrota como parte del juego servirá para desmitificar el aprecio hacia algo imposible de sostener por siempre: el no perder nunca.