Hace algunos meses, cuando Gustavo Alfaro asumía en Boca desestimando el compromiso laboral que tenía con Huracán, sentí una enorme pena. Me afectó profundamente, que uno de los líderes visibles de la palabra por sobre las tentaciones, haya cedido ante el inmedible poder de atracción que tiene el club de la Ribera.
Superada esa primera reacción, mucho más cargada de romanticismo futbolero que de practicidad capitalista, me pregunté si el rafaelino estaría en condiciones de sacar del aturdimiento a un grupo destruido moralmente por la derrota en Madrid, ante River.
Mis dudas no pasaban por los atributos profesionales de Alfaro y menos aún por su capacidad para comunicar. Los interrogantes que se me vinieron a la cabeza, probablemente al igual que a varios futbolistas de ese plantel, estaban vinculados a su escasa experiencia en clubes grandes, de vestuarios más grandes aun, de tribunas gigantescas y de tolerancias nulas.
San Lorenzo, más de una década atrás, era su único paso por los enormes de nuestro fútbol. Nada más. Luego sí, muchos procesos exitosos en clubes donde no solo campeonar amerita una vuelta olímpica.
Ante estas aventuras, el respaldo suele ser un aliado clave. Según quien lo brinde se puede calcular, con proximidad, el tamaño de la espalda propia. Y en Boca, decir Nicolás Burdisso, es hablar de los genes xeneises: voluntad, entrega, dedicación y compromiso. Valores que Nico supo amoldar a su reubicación en el fútbol y la vida tras alejarse del césped, desde una función tan útil como prejuiciada.
El cordobés llegó, asumió la Dirección Deportiva y pidió por el santafesino, imponiendo su propuesta a la dirigencial, que había ya encaminado las negociaciones con el heredero del buzo de Guillermo Barros Schelotto.
Por lectura de situación, por sugerencia de Matellán – Secretario Deportivo- y por empatía en términos de trabajo tomó su decisión absolutamente convencido.
Y Alfaro, llegó para ser Alfaro. En épocas de Superclásico locales y continentales, a poco de lo ocurrido el año pasado y a expensas del morbo que busca instalarse –con éxito, generalmente- el análisis debe esforzarse por sostener su lugar.
Las comparaciones son tendenciosas, parciales y, para el circo romano, vitales. Pero podemos alejarnos de la simpleza de pensar en un favorito o en quien impondrá su estilo en esta batalla futbolística que intenta imponerse como apocalipsis. Digo, ha quedado demostrado, infinidad de veces, que por duro que sea el domingo siempre tiene detrás un lunes y un poco más allá, un nuevo domingo.
El entrenador boquense integra el minúsculo grupo de los “Más 55” de la elite de nuestro fútbol. Es el segundo más jovato, solo detrás de Ricardo Zielinski y paradójicamente posee una capacidad que generacionalmente lo acerca más de lo imaginado: el diálogo.
Pararse frente a un problema grave –en términos deportivos, claro está- y sin experiencia de haber rescatado a clubes poderosos de tales perturbaciones, no es sencillo; lograr que tantos egos convivan con la armonía suficiente para no dañar lo colectivo, menos todavía; y convencer de que se puede ser protagonista cediendo, de a ratos al menos, la iniciativa, es casi una quimera.
Sin embargo, el iniciado en Atlético Rafaela lo consiguió. Allí radica su gran logro y en la palabra radica su recurso principal. En una era donde la autoridad se conquista y no se impone, el santafesino supo reconstruir su mensaje para captar la atención de sus dirigidos, primero; para trasmitir su idea con buena receptividad, luego; y para convencer de que su forma quizá no sea la ideal pero sí es la necesaria, por último.
Es entendible que algunos se enfoquen en quién será finalista de la Copa Libertadores o en la diferencia de estilos entre la estética de fulano y la pulcritud de mengano. Es entendible, también, que otros nos enfoquemos en como un entrenador sin experiencia en gigantes, con una edad más condenada que ponderada por el sistema, haya devuelto a Boca a la competencia adaptándose a las necesidades actuales, sin dejar de ser él mismo.