A los partidos hay que jugarlos. Ayer, hoy, acá o en Siberia. En todos lados y en todo momento, a los partidos hay que jugarlos.
Hay que tenerse fe porque por algo se llega lejos, cuando se llega lejos. Después se verá, con precisión de analista exigente o con la simpleza del hincha que se sienta en el cordón a disfrutar con alegría un triunfo, si fue justo o no. Si el azar con sus incontrolables tentáculos se le escabulló a la lógica o si quien interpretó con justeza el partido y desplegó sus virtudes para que la suerte no encuentre un resquicio, se terminó imponiendo.
Pero mereciendo más o menos, a una final se llega con atributos. Las manos de un arquero que se agiganta en los penales; la velocidad insuperable de la mente de una pulga que multiplica su tamaño apareciendo en tiempo y forma para cambiar el rumbo con un par de firuletes de esos que no se entrenan; un rato de buen juego para superar al rival; la entrega al límite para resistir ante el poder futbolístico de algún poderoso; los botines cambiados de un rival en un mano a mano; o el aliento de los dueños del sentimiento en el momento justo para rescatar de la confusión. Todo son atributos. Los atributos que fueron alimento para los sueños Sabaleros de gloria.
Los de adentro juegan y han jugado siempre, claro está. Y los de afuera acompañan, contagian, despiertan, sacuden, emocionan. Ese es el orden natural de este deporte. Pero a veces la pasión, cuando se vuelve vendaval popular, trastoca los roles. Tira la pelota a la tribuna y en lugar de un partido, se juegan dos. Y en lugar de ser once, son una multitud inconmensurable vestida de sus colores. En este caso, del rojo de la sangre y del negro del barro, escribiendo párrafos para siempre.
Y en ese par de partidos, ninguno duró noventa minutos. El de los futbolistas, duró lo que cada uno necesitó que dure en la previa. Un par de días para algunos, desde el ingreso al estadio para otros, a partir de la entrada en calor para otros tantos. Difícil saberlo con precisión. El otro partido, el del pueblo, ciertamente duró muchísimo.
Arrancó con la vigilia por una entrada frente a los dispositivos tecnológicos; continuó con la vigilia eterna e incómoda en la propia casa –paradoja inentendible, si las hay- por esa misma entrada, en papel; y siguió con la peregrinación multitudinaria, de camisetas sin rostros, solidaria y tolerante que incluyó horas de quietud en las rutas del norte del país pero sin espacio para el fastidio, porque uno no puede fastidiarse y perder la cabeza en medio del partido. No. En esos instantes donde el cansancio invita a la locura hay que estar calmos y confiar en lo propio. Soñar más que razonar.
Ya en inmediaciones del espectáculo, mientras los futbolistas se aprontaban para los noventa minutos decisivos, las otras decenas de miles no dejaban de jugar. Llevaba semanas su partido. La emoción hermanaba, fusionaba. En los alrededores, en el acceso y en las tribunas que mostraban una abusiva localía en tierras lejanas. No se admitía espacio para otros colores ni otros sentimientos casi, parecía un exclave argento en patria guaraní.
Poco después, el juego en la Nueva Olla. Allí el calor presagiaba una explosión que llegó con la música de esta tierra primero, y con la tormenta y los globos volando trayendo a los del más allá que bajaban para hacerse presentes, luego. En ese marco cinematográfico, rodó al fin la pelota. Como pudo pobre, porque el agua tenía diferentes planes. Y terminó ganando el que mejor jugó aquella prematura noche en la tarde primaveral de Asunción.
Pero ese era un partido. El de los de cortos y botines que instalaron a Colón en una final internacional por primera vez en su centenaria vida. Ese partido generó llanto y frustración hasta que se fueron las primeras lágrimas y el bosque se impuso, prepotente y orgulloso, sobre el árbol naciente del terreno de juego. Y las lágrimas cambiaron de sabor. Ya no eran de frustración, ahora eran de orgullo.
Ese partido, el interminable; el de bicis, motos y electrodomésticos vendidos para poder ir; el de noches dormidas donde se pudo comiendo lo que se pudo; el de padres e hijos abrazados como nunca antes en su vida; el de los que fueron aunque sabían que no podían entrar por el solo hecho de estar y hacerles sentir al resto que estaban, ese partido no se perdió. Ese partido se ganó. Con miles de camisetas rojinegras pintando la capital paraguaya, sin nombres ni rostros ni género ni edad ni estatus social.
En la cancha, se consigue la gloria o se la roza. En las movilizaciones populares, se escribe la historia.
Los de adentro hicieron lo que pudieron. Y no alcanzó.
Los de afuera hicieron lo que pudieron. Y son leyenda.