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"Por un mañana cósmico", por César Carignano

06 de noviembre de 2019


Gente de acá, de allá y de un poco más allá, también. Santafesinos que han vivido siempre en la ciudad o en la provincia; santafesinos o hijos de ellos que han anidado en otro lugar de la patria o incluso fuera de ella; cordobeses, bonaerenses, mendocinos, habitantes de otros lares que sienten en rojinegro sin que haya registro de transfusiones de sentimientos vía paterna, materna o vecinal.

Todos, en procesión, aguardan la cita en Asunción, esa ciudad que, en sus nubes, aún hoy describe la silueta de las manos de José Pablo Burtovoy agigantando sueños libertadores; esa ciudad que supo de garrote y palo para lacerar, en otra cita copera, las ilusiones Sabaleras.

¿Procesión? Sí, procesión. Por un lado, la interna. La de esos laburantes que no pueden pedir el día, de esos que ni queriendo podrían llegar a juntar el mango para cruzar la frontera y de aquellos otros que eligen cambiar la butaca de la Nueva Olla por el sillón de su casa o la silla en la cocina o la sola compañía de la radio, caminando sin rumbo por la cordial para sentir sin ver.

Y por otro lado, la física. La de esos miles que conquistarán la ruta con la convicción de que luego de veinte  y seis años, el final del cuento será otro y el regreso de las multitudes, de las mareas rojinegras copadoras de lugares
ajenos y neutrales, será feliz y lleno de abrazos, llantos, afonías y retratos en forma de imágenes.

Nada ha resultado sencillo nunca, quizá por ello el camino ha sido tan sinuoso. Este equipo no ha jugado todo lo bien que precisa un finalista para llegar como banca, pero ha aparecido en momentos clave como para que no lo tomen de punto.

Esto es histórico, como lo es todo aquello que es inédito. Aquí nadie sabe como actuará ni como responderá simplemente porque nadie jamás, envuelto en estos colores, ha estado allí: de frente al olimpo, a la eternidad. Está la experiencia de un Pulga enfermo de gigantismo en las bravas; la trayectoria de un guaraní que regresa al patio de su casa tras recorrer escenarios y camisetas que alivianan la tensión previa; un goleador cafetero que es el único que ha jugado finales continentales; y un par de manos yoruguas capaces de abrazar la gloria con el sigilo de un depredador que asalta por sorpresa.

Está, además, el hambre de gloria de todos aquellos que arriban a este momento por primera vez; como el plantel, íntegramente, exceptuando a Morelo; como el entrenador, y su equipo de trabajo; como la dirigencia del club, con sus años encima; como la prensa santafesina; y como las decenas de miles de almas que intentarán plantársele a la máxima de Obdulio Varela, esa que reza que los de afuera son de palo, para jugar -de verdad, con las tripas, el barrio y la herencia familiar de generaciones- esta final al lado de sus futbolistas.

Nadie pudo construir méritos como para ser favorito, ni desde Quito ni desde Santa Fe. Nadie conoce este tipo de paradas como para jugarla de sabedor, pero ninguno desconoce tampoco que el bronce deportivo está ahí, al
alcance de la mano. Los dioses y las vírgenes están con crisis de pánico. No es para menos. Desde Argentina y Ecuador los ruegos y pedidos se cuentan de a montones y es difícil responder a unos desoyendo a otros, por más que Asunción se vea sangre y luto de punta a punta el día del juicio final.

En esa postal, en esa foto que cada retina capturará a su modo y que cada corazón atesorará a su manera, el talento jugará su parte en el césped y el manejo de la adrenalina de los jugadores y sus entrenadores también pero como esto es un juego donde el azar suele hacer de las suyas, nada puede garantizar nada.

La historia elegirá a su indescifrable soberano. Esa misma historia que por afecto, por devoción, y por ese noble e inconsciente peregrinar ya ha consagrado a Colón al cielo de las feligresías inmortales, esas que creen sin ver, esas que darían hasta el futuro y sus misterios por un título, por una estrella, por un mañana distinto. Un mañana sin precedentes, un mañana cósmico.