En Vivo

27 de noviembre de 2019


En la infancia, en la adolescencia o en la adultez; en un contexto deportivo, de esparcimiento o de trabajo; con compañeros, amigos o familia; todos hemos cometido algún error importante. Sin embargo, lejos del circo romano, de los sentimientos extremos y de un marco descomunal, ha ninguno nos han hecho responsables absolutos ni causantes de una catástrofe de dimensiones descomunales.

Paremos un toque la pelota. Hagamos el ejercicio de recordar. Pensemos con honestidad.

Primero, para entender que en los deportes colectivos rara vez la culpa es de uno. A veces ocurre, es cierto, cuando se pierde una marca en una pelota aérea o se equivoca un pase exponiendo a un duelo a nuestro arquero o cuando el propio guardameta -el futbolista más expuesto del juego- yerra. Pero generalmente existe una instancia de reconquista de la pelota para subsanar el error de un compañero.

Segundo, para ponernos en el lugar de Lucas Pratto. Para intentar dimensionar cuánto puede doler la imposición de una injusticia como verdad absoluta, que estigmatiza por su masiva repetición y que lacera por su onda expansiva: el futbolista no es solo un ser social en su actividad, también lo es en su vida privada.

Técnicamente, hubo un par de oportunidades para redimir la pérdida de balón del delantero riverplatense en ambos goles, pero sus compañeros no pudieron hacerlo. No pudieron rescatarlo como él si pudo, por ejemplo, en la final del año pasado en la
Bombonera, cuando igualó las acciones de inmediato impidiendo que Boca administre esa diferencia.

Filantrópicamente, no se logra considerar, en términos generales, al deportista del fútbol como un ser humano, como una persona integral que además de trabajar, siente y convive. Sí, que convive. No solo laboralmente sino además socialmente: todos tienen familias. Grandes o pequeñas, lejanas o cercanas, de sangre o de corazón y de ellos no es posible aislarse.

El protagonista puede abstraerse de lo que se opina de su rendimiento pero difícilmente su círculo cercano, desacostumbrado seguramente, pueda hacerlo y en consecuencia, todo le llega. Por eso, es necesario medir los análisis y las palabras para no caer en una asociación con términos y descripciones propias de seres nefastos que causan daño a millones.

Los criminales actúan premeditadamente, con intención y conciencia del mal que causan con sus actos. Los de guantes negros y los de guantes blancos, da igual. Los futbolistas, en cambio, cometen errores involuntarios en un juego. Un juego que ya no lo es tanto; errores que no los deslindan de su responsabilidad.

Pero no existe parámetro real para que puedan asimilarse con un delito aunque se les dificulte más andar por la sociedad que ha varios que nos han hundido ayer, hoy y probablemente mañana.

El grito frustrado, cargado de dolor, tras una final perdida puede contextualizar una expresión desmedida, irracional y hasta bélica. Lo que no puede permitirse ni aceptarse, es que desde los espacios que deben ayudar a pensar, razón mediante, se descalifique deslealmente a un deportista por un error que ni siquiera fue incorregible.

Porque lo primero muere al nacer, en el eco de un estadio que se va vaciando. Sin embargo, lo segundo se perpetúa en la era tecnológica que vivimos habitando en la nube de datos por siempre; y se instala como verdad en aquellos que no tienen tiempo o
voluntad para elaborar teorías por sí mismos y confían en la opinión de los formadores de ideas.

Hoy hay partidos, mañana también y pasado lo mismo. Los francotiradores están cargando sus miserias en sus armas y preparando el ojo para descargar su furia en el blanco de turno. Mientras tanto, los protagonistas -y más aun los seres cercanos que conocen su lado humano- tratan de cicatrizar una herida que duele más que la derrota: la crueldad de los que precisan un individuo para resumir una caída colectiva.

Mirar hacia adentro es necesario, vital, determinante. Mucho más urgente que mirar hacia afuera, porque en la introspección descubriremos que en algún momento de nuestras vidas, tarde o temprano, todos hemos sido Pratto.

Aunque nadie nos lo haya hecho sentir tan doloroso.