La pared de la derecha es la de la escalera. Del otro lado hay un camino difuso que se pierde por debajo de los escalones de madera. En las paredes cubiertas de color crema hay cuadros. Muchos cuadros: chicos, grandes, cuadrados, rectangulares, apaisados, verticales. Hay más lienzos que paredes disponibles: se apoderan del metro cuadrado. No son de ningún artista en especial: solo pinturas de paisajes, escenarios, retratos y siluetas. Son un instrumento masivo de decoración. La abundancia se extiende por la vera de la escalera, que en el fondo dobla sin librarse del reguero artístico. En el zaguán del primer piso hay también plantas en exceso y, en una pared alta, el único cuadro que se descuelga.
No es una obra. Es una foto encuadrada en un marco de madera, no está cubierta por un vidrio, luce desgarrada en la esquina inferior izquierda, tiene una flor de goma eva en el ángulo superior derecho y una leyenda escrita en letras blancas que dice “Seguimos buscando a María Cash. Si sabés algo, llamá al (011) 15 3390 6267”. María del Carmen Gallego lo descuelga para sacarse la foto que se saca sistemáticamente desde hace una década: ella, su rostro adusto y el cuadro. Termina de posar y lo deja en el sillón con la promesa de devolverlo después a su sitio, un lugar de privilegio. Entre tanto estímulo visual, la posición asignada para el cuadro es estratégica: cada vez que abre la puerta del living de su casa ve de frente la sonrisa inmaculada y detenida de su hija.
La fotografía es del verano de 2011 en una estancia de Carlos Keen. Tenía 29 años, una campera verde, una colita de pelo naranja y su cabeza apoyada en la palma de su mano izquierda. El retrato ya es icónico. Sirvió para cotejar el cráneo encontrado en Bolivia en septiembre de 2011 y para denunciar su desaparición en formato pancarta en cada rincón del país. Además de un cuadro más en la vía de ingreso a la casa familiar, es la imagen más difundida de uno de los misterios más resonantes de la sociedad argentina del siglo XXI. ¿Qué le pasó a María Cash?
Lanín, la perra raza collie de los Cash, era apenas un cachorro de un año a mediados de 2011. Hoy renguea, se resbala asiduamente y le cuesta subir escaleras. La casa de la calle Ituzaingó en el barrio de Constitución también era nueva: se habían mudado en marzo de ese año, después de vivir décadas en las inmediaciones de la intersección de las avenidas Santa Fe y 9 de Julio. El caserón está escondido entre dos monstruos arquitectónicos: un garage de tres pisos y un edificio en construcción. La puerta de color negro parece haber quedado prisionera de la voracidad urbanística. Adentro, el derroche de cuadros se completa con un caudal copioso de portarretratos, muebles de algarrobo antiguos y pesados, una biblioteca con lomos y tomos varios, un living amplio sin televisor, un candelabro que cae en simetría.
Es una casa en pausa. No hay fotos nuevas. No hay rasgos de modernidad. María vivió ahí tres meses. Su habitación ya fue reacondicionada. Su rastro permanece en los portarretratos de sus vacaciones y de su comunión, en las prendas que había confeccionado y que cuelgan del armario de su madre. En la casa se respira nostalgia. Es una familia en pausa. El paréntesis lleva abierto diez años. No hay indicios de que María Cash esté viva. Tampoco hay indicios de que María Cash esté muerta.
“Yo quisiera que esté, que venga. Lo que quiero es tenerla de la manera que sea. Que sepamos de ella de una vez por todas. Que la tengamos acá, viva o no viva, pero por lo menos saber que ya está, basta, se termina todo lo que hemos pasado. Y lo que ha pasado, porque no sabemos todo lo que ha pasado ella”, ruega su madre. Habla de la necesidad de concluir un ciclo, de culminar un duelo, de cerrar el paréntesis, de volver a empezar. De tener la respuesta al interrogante que suspende y embarga a la familia desde la tarde del viernes 8 de julio de 2011. Nadie sabe qué pasó con María Cash.
Su mamá no lo sabe. Pero sabe quién era. Ensaya una descripción imparcial de su hija y no le sale: “Era una persona que tenía mucha personalidad y que, a la vez, era muy alegre, siempre estaba sonriendo, siempre estaba contenta. Había empezado a estudiar diseño de indumentaria y hacía unas cosas lindísimas, muy lindas. Era inteligente, muy inteligente y muy capaz. Era mi hija”. Había mamado el diseño de indumentaria por legado materno: confeccionaba ropa de fiesta, vestidos de calle, polleras; cosía en su casa. Participaban juntas de las ferias de diseño independiente de Palermo: iban en colectivo con las perchas colgadas del antebrazo. María había estudiado dos años diseño de moda en la Biblioteca de la Mujer, había cursado la escuela primaria en el colegio Jesús María de Buenos Aires, había iniciado la educación secundaria en el colegio Santa Catalina y se había egresado en el Instituto del Inmaculado Corazón de María “Adoratrices”.
“También le gustaba mucho bailar y cantar. Siempre estaba imitando a alguna artista. También había arrancado en San Telmo con un grupo que baila africano y tocan los bombos. Había pasado el último tiempo ahí. En la secundaria, se anotaba en todas las fiestas de egresados de los distintos colegios que ellas y las compañeras conocían. Ahí es donde empezó a hacer los diseños de las polleras. Ella se envolvía con una tela, iba a la fiesta, a las amigas les encantaba lo que había hecho y se la pedían”, relata Máximo, su hermano mayor. También recuerda cómo ayudó a leer y escribir a Santiago, el menor de los Cash, y cómo ya de grande uno de sus amigos tuvo un breve romance con ella.
María Cash había vivido una vida equilibrada. El 15 de diciembre de 2010 había cumplido 29 años. Había empezado a concebir un rechazo al ritmo de vida de la ciudad. Percibía un frenesí, un caos que repelía. Había parido la idea de emigrar, de huir. Juan Pablo Dumón, un amigo que había conocido en una clase de yoga tres años antes y que residía en la capital de Jujuy, llegó con una propuesta oportuna: le ofreció un proyecto para vender la ropa que diseñaba y un taller donde confeccionarla. “Yo le dije: ‘mirá María, ya que a vos no te gusta la ciudad y tenés a este chico que insiste tanto, perfecto, no hay problema, hacelo si tenés ganas’”, recuerda la madre.
Cargó en una valija y en una mochila ropas, telas y el deseo de iniciar una nueva vida en el norte argentino. Federico, su padre, había vivido a los doce años en Jujuy y aprobaba la iniciativa: decía que era un lugar hermoso para disfrutar. “Pero todo resultó distinto”, rememora María del Carmen. El lunes 4 de julio de 2011 a la tarde María se va de su casa. Federico la lleva en auto a la terminal de ómnibus de Retiro. Le compra un pasaje y a las 19.30 la ve partir.
Ese mismo lunes, Córdoba y Santa Fe dan apertura al período de vacaciones de invierno: se adelantan una semana al cronograma educativo de gran parte de las provincias. Ese día, también, del otro lado de la Cordillera de Los Andes, el complejo volcánico Puyehue-Cordón Caulle comienza a erupcionar en Chile. La ciudad de Bariloche, 160 kilómetros al este del seno de la erupción, ordena bloquear sus accesos por la nube de cenizas. En Villa La Angostura, según los registros geológicos analizados por vulcanólogos de la Universidad Nacional del Comahue y el Conicet, se registra la erupción volcánica de mayor magnitud en los últimos diez mil años. Hay humo, cenizas y miles de residentes evacuados. Recién a mediados de junio, la situación vuelve a normalizarse en el sur del país.
En simultáneo, Argentina organiza la Copa América. El combinado nacional inaugura el torneo el primer día de julio ante Bolivia en La Plata. Compiten doce selecciones nacionales. Los estadios de Córdoba, Santa Fe, San Juan, Mendoza, Salta y Jujuy son sedes del certamen. María Cash planea llegar a la capital jujeña dos días antes del partido entre Bolivia y Costa Rica en el Estadio 23 de Agosto de San Salvador de Jujuy. Pero, como dijo su mamá, “todo resultó distinto”.
Su itinerario resulta indescifrable. María se convierte en una persona extraña. Su familia reconoce que ella adopta conductas desconocidas, singulares. Desde su partida desde Buenos Aires hasta el último rastro certero de vida en Salta pasan cinco días y seis provincias. El martes 5 de julio se baja del micro que la iba a dejar en la capital de Jujuy. “Según lo que después le dijo a su amigo por teléfono, había gente que no le gustaba en el colectivo”, anuncia su hermano. Se presume que padece cierta incomodidad en el trayecto del que no se tiene comprobación fáctica. Desciende de imprevisto a las once de la mañana en San Miguel de Tucumán.
A las dos de la tarde toma otro micro con destino a Jujuy pero vuelve a interrumpir el viaje: se baja en Rosario de la Frontera, sobre el sur salteño. Se desconoce cómo y por qué viaja sobre un camión rumbo al sur, en dirección opuesta a su destino, hasta llegar a Santiago del Estero. El martes por la noche su amigo le saca un nuevo pasaje desde la capital santiagueña hacia Jujuy.
Es miércoles por la madrugada y María Cash emprende su tercer viaje en micro hacia San Salvador de Jujuy. Finalmente llega a la capital provincial antes de las ocho de la mañana. Cruza la terminal y se dirige a un taller mecánico. Le pide al dueño, Carlos Aguilar, cargar su celular y que le preste un teléfono para hacer un llamado. Llama a la casa de su amigo pero él no está: atiende la hermana, María le pide si la pueden pasar a buscar y ella le responde que se tome un taxi o un remis hasta la casa. Antes de hacerlo, deambula por la ciudad un tiempo indefinido. Hay testigos que la recuerdan caminando por la zona. Finalmente aborda un taxi pero en vez de ir para la casa de su amigo, se dirige a la salida de Jujuy.
Llega a la Ruta Nacional 34, en las inmediaciones del pueblo Pampa Blanca, en la frontera entre Jujuy y Salta. A las dos de la tarde es divisada por testigos haciendo dedo a la vera del camino. A las 17.25 llama por teléfono desde el locutorio de un kiosco a su casa. Es la primera comunicación con su familia desde la madrugada del martes: “Me dijo que se quería volver y se cortó la comunicación”, cuenta su mamá. La familia decide radicar la denuncia en una brigada de Salta. No se sabe cómo llega al peaje Aunor, emplazado sobre la avenida Asunción en la entrada este de la capital provincial. Las cámaras la registran a las 23.37 en las inmediaciones de las cabinas sin la valija que había llevado y solo con una mochila que después deja en la zona. En la mochila está su documento: la descubrirá dos días después el capataz del peaje y avisará a la policía el lunes 11 de julio luego de relacionar el hallazgo con una nota publicada en un medio local.
A la una de la mañana del jueves 7 ingresa al hospital San Bernardo, ubicado a pocas cuadras del peaje. Solicita un turno médico, presenta su documento de identidad en recepción y cuando es llamada no acusa recibo. Se va y no se sabe dónde duerme esa madrugada. Durante el resto del día deambula sin rumbo fijo: no quedan registros fílmicos de ella en el centro de la capital salteña ni testigos que testifican haberla visto.
A las cuatro de la mañana del viernes 8 toca la puerta de una casa sobre la calle Tavella. Le pide a Paola, quien la atiende, si le permite dormir ahí. La mujer se niega. La familia de María Cash cuenta que le pide asilo porque no quiere ir a un lugar que queda enfrente: dos años después se comprobará que se trataba de un prostíbulo desbaratado por la AFIP en una investigación por lavado de dinero. A las 10.13 sucede el segundo contacto con su familia: un mail frío, extraño. En el correo solicita simplemente el teléfono de la hermana de una amiga. Los Cash constatan que la joven se encontraba en Salta y no en Jujuy, como presumían. Luego se sabrá que lo envió desde la terminal de ómnibus de Salta capital o en las inmediaciones del lugar.
La familia supone que luego de esa comunicación se dirige en un remis hacia el peaje Aunor. Las cámaras la identifican en el lugar a las 14.30. Viste botas de gamuza beige, jeans claros y un bolso rosa. Cruza la ruta de un lado al otro varias veces. Hace dedo y se sube a la caja de la camioneta Chevrolet de la familia Causarano. Ellos admiten haberla encontrado con la mirada perdida, comentan que les respondió que provenía de Venado Tuerto y entienden que se apellida Casa. La dejan en la Rotonda de Güemes, la intersección de las Rutas Nacionales 9 y 34, a las 15.15. Ingresa a una estación de servicio. En el baño se asea y mantiene un breve diálogo con los playeros que se concentran en su aspecto ruinoso. “¿Qué me miran?”, les dice. Vuelve a hacer dedo y la levanta un camionero de apellido Romero, que se dirige rumbo sur por la Ruta Nacional 9.
El camionero la ve sucia y olorosa: ella le pide que le convide agua. En un segmento aleatorio del camino, María divisa un grupo de gente y autos estacionados a un costado de la ruta. Es un paraje desolado, en el medio de la nada: se distingue un chaperío, un santuario precario de la Difunda Correa. Le pregunta qué hay ahí, él le responde que “es un lugar donde la gente prende velas y da gracias por el viaje” y ella le pide detenerse; el camionero procura convencerla de que no es recomendable porque las probabilidades de desplazarse desde ahí son ínfimas. Es un lugar de paso. Lo desoye y se baja. Son las cuatro de la tarde del viernes 8 de julio de 2011 y es el último rastro certero de María Cash. Dos horas antes, Federico y Máximo habían partido desde Buenos Aires en auto hacia su rescate.
En ese viaje comienza la búsqueda. Diez años después, sigue. Ya sin Federico: el 29 de abril de 2014 falleció producto de un accidente automovilístico en la Ruta Nacional 152, en proximidades de la localidad de Puelches, La Pampa. La policía encontró en el interior del Renault Clío en el que viajaba folletos de su hija. Una tragedia dentro de otra: viajaba para hallar responsables y perseguir pistas relacionadas a la desaparición de María. Se había vuelto un detective. Se había obsesionado con el rastrillaje y la difusión. Hace siete años que están en juicio por el siniestro fatal: aún tampoco obtienen respuestas de la justicia.
La familia atestigua que la última huella comprobada que dejó María es en la Difunta Correa, a las cuatro de la tarde del viernes 8 de julio. Desde el entorno desmienten la versión que sugiere que la diseñadora se hizo atender ese mismo día a las 19.30 de la tarde por un neurólogo boliviano de nombre Jesús Virgilio Chuquisaca sobre la calle Bustamante de la capital jujeña. “Este médico dice que aparece en su consultorio en pleno centro de Jujuy, muy cercano a la terminal, impecable y limpia, cuando el camionero que la deja en la Difunda Correa la ve sucia y olorienta. Ahí ya tenés una persona que está mintiendo. No es posible que se haya equivocado porque después muestra una boleta por la consulta que dice ‘María Cash’. Después se corroboró que tiene un agregado falso. Lo mismo con el libro de visita que llevaba la mujer del médico que también tiene un agregado. No es que se confundieron de persona: están mintiendo”, denuncia Máximo. Además, agrega, hay otra discrepancia en el testimonio del médico: es improbable que María se haya desplazado desde el santuario hacia el consultorio en el centro de Salta en apenas una hora y media.
La causa, aunque empantanada, está en movimiento. Hace unos meses, el fiscal federal Eduardo Villalba convocó a una psicóloga para que presencie y evalúe las declaraciones de todos los testigos que fueron citados nuevamente para prestar testimonio. El propósito es determinar quién miente y quién dice la verdad. “Se están investigando los comentarios de un padre y un hijo que dicen que la vieron sentada en una piedra en la Difunta Correa. Y aunque la versión del médico está descartada, se está investigando por qué está mintiendo”, advierte Máximo.
“Un día lo fuimos a ver al tal Chuquisaca con mi marido -relata María del Carmen-. Cuando le dijimos a la esposa que éramos los padres de María Cash se quedó helada. Tardó un rato en atendernos. Nos llamó y nos dijo que tenía era un pequeño resfrío, que estaba regia y recordó que ella había admirado lo lindo que tenía las plantas. La factura decía que le había cobrado 100 pesos. Pero es absurdo: para ese momento María no tenía un mango”.
Federico y Máximo llegan a Rosario de la Frontera el mediodía del sábado 9 de julio. Hablan con el camionero de una cerealera que la había trasladado hasta Santiago del Estero, con personal de la terminal que recuerda haberle servido un jugo, con la división de trata de personas de Salta, ven las cámaras del peaje Aunar y reconocen la mochila que había encontrado el capataz. Persiguen las huellas que dejó María. Se entrevistan con los testigos, con las autoridades, con las fuerzas de seguridad. Las noticias se replican al compás de los llamados de personas que dicen haberla visto. “Se volvió todo una verdadera locura”, resume el hermano.
Pasan dos semanas desde la desaparición. Un llamado entrega una nueva pista. Proviene de Santa Fe. Es insistente y suena convincente. Pero es una trampa. Lo cuenta Máximo: “Con papá estábamos en Jujuy saliendo un poco de lo que era San Salvador y de repente nos llega un llamado diciendo que juraban y juraban que era María. Nos fuimos disparando para Santa Fe pero era solo para sacarnos de ahí, de la zona. Había gente que no querían que estuviésemos más en Salta. Por eso quizás creemos que aparecen algunos testigos que no están diciendo la verdad. Una vez que llegamos a Santa Fe, la persona que llamó nos dijo ‘bueno, me habré equivocado’. Después de quince días yendo y viniendo, ya no sabíamos para dónde ir y nos volvimos para Buenos Aires”.
Empieza, entonces, otro capítulo en la investigación. La familia Cash atendiendo llamados a cualquier hora, coordinando con Gendarmería, googleando la ciudad desde donde se estaban comunicando, cotejando qué comisarías cubrían la zona, hablando con el comisario, presentándose, diciéndole quiénes eran, por qué llamaban y pidiéndole que vayan detrás de la pista. “Era una llamada tras otra -cuenta Máximo-. Fue traumático. No sabíamos quién estaba diciendo la verdad, quién no, quién lo hacía a propósito. Gente que nos decía ‘está acá, la estoy viendo’, gente que llamaba un mes después de supuestamente haberla visto”.
Él ya no puede volver a disfrutar su canción favorita sin estremecerse: Rock this town de la banda estadounidense Stray Cats. La tenía de ringtone en aquellos años de convulsión: cada vez que la escucha rememora el trauma de las pistas falsas e inútiles. Los Cash recibieron gente en su casa que aseguraba haberla conocido, llamados anónimos de personas exigiendo información a cambio de cuatro mil dólares o, en su defecto, un adelanto de 500 dólares. De nada sirvió tampoco que el Ministerio de Seguridad de la Nación ofreciera una recompensa de medio millón de pesos a quienes aporten datos para la investigación. La cifra se duplicó en 2017: un millón de pesos fue la última actualización.
Cada llamado se traducía en una actuación policial y en una nueva foja. La familia estima que el expediente debe tener al menos cien fojas. “Si te ponés a pensar qué hay en cada uno de esos papeles, te vas a dar cuenta que sirve solo el 30 por ciento. El resto son llamados que no llevaron a nada”, dice Máximo. En ese despliegue de la fiscalía de ratificar la veracidad de los testimonios de los testigos, también comprende la revisión de la sección útil de la causa para identificar cabos sueltos y pistas no investigadas. El combo vacaciones de invierno, turismo patagónico suspendido por las cenizas volcánicas y Copa América en zona de grupos que cargó de tráfico el centro y el norte del país complejiza la ecuación.
Máximo sabe que su hermana puede estar muerta. Es una de las hipótesis que acepta. Él recorrió los campos que rodean el área donde se la vio por última vez: “No me metí más que cinco metros porque había unos cardos así de grandes. El que conoce la zona sabe por dónde meterse, por dónde entrar para tirar un cuerpo. Por eso sería difícil de encontrar. Es una aguja en un pajar”. También cometió una ilegalidad: experimentó cruzar la frontera del norte del país caminando. Salió y entró sin problemas. “Es posible que alguien se la haya llevado. Si casi no quedan registros acá, si no se sabe nada más, si se cortan las vistas de los testigos…”, es una de las sospechas que esgrime. Es la teoría más contundente: que María haya sido captada por una red internacional de trata de personas. “Fundamentalmente sabiendo que las fronteras son totalmente permeables, hasta el día de hoy lo son y lo siguen siendo. No sabés cuándo pudo haber salido, en qué momento y dónde puede llegar a estar ahora”, asevera.
La conducta de María no fue normal. La familia desconoce su comportamiento y su raid: no son pautas propias de ella. Temen que haya sufrido algún trastorno psicológico: “Es posible que haya pasado algún tema de esquizofrenia. Por eso mencionaba que en el colectivo había gente que no le gustaba, deambular por todos lados. ¿Tuvo la oportunidad de pedir auxilio? Sí, lo hizo. ¿Se quedó a esperarlo? No. ¿Lo pudo haber hecho? Sí. Aparte, después, por los dichos de la gente, te das cuenta de que no era algo normal, de que algo le había pasado”, asume Máximo.
“No sé qué le pasó, no lo puedo imaginar -comenta María del Carmen-. ¿Cómo te puedo explicar? Es algo raro y no raro. No sé. Pero no puede desaparecer una persona de la noche a la mañana y que no haya rastros, que no haya nada”. Después se corregirá: “Siempre hay algo, siempre queda una ventanita chiquita de luz que te dice ‘puede ser’. Siempre hay que tener esperanza, eso nunca se puede perder”. Cada dos días llama a Pablo Tort, el abogado de la familia, para preguntarle qué novedades tiene. Lleva una década así. “Son diez años, parece mentira. Pero bueno, hay que seguir adelante. No se puede dejar de luchar, ¿cómo voy a abandonar? Nadie desaparece, como siempre se dijo, de la nada”.
La entrevista se termina cuando Lanín, el perro viejito, se tropieza con el trípode de la luz. Ya son casi las nueve de la noche de un lunes. María del Carmen le pide a Máximo que la acompañe al banco de la avenida Montes de Oca. Tienen que ultimar los preparativos porque dos días después partirán con destino a Salta para el décimo aniversario de la desaparición de María. Cuando abre la puerta del living ve un espacio vacío en la pared de color crema y se acuerda. Le pide a su hijo que la espere. Vuelve a entrar, agarra el cuadro con la foto de su hija y lo pone en su lugar. “Ahora sí, vamos”, le dice.
Fuente: Infobae