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"Dejen de joder con la pelota, van a romper todo"

El fútbol de potrero no murió, pero está en peligro de extinción.

25 de agosto de 2021


Por Guillermo Odino

Cuando uno de nosotros, los hinchas del fútbol, escuchamos la canción del Nano, en seguida nos acordamos de nuestras viejas. De alguna plantera por el piso, de un vidrio hecho trizas, de un adorno destrozado. Porque una de esas máximas no escritas que rigen el mundo fútbol, es la que dice que jugar al bolo en la casa conlleva un riesgo implícito para el mobiliario familiar (léase luminarias, artefactos electrónicos, esculturas, portarretratos, etc.).Para correr con la pelota, patearla, gambetear y disputar la posición con un rival, se necesita de un entorno, un contexto acorde que minimice la posibilidad de ocurrencia de las contingencias.

Sucede algo similar con las calles. El incremento del tráfico como consecuencia del crecimiento del parque automotor dificulta la realización de la práctica en ecosistemas urbanos, a la par de la expansión de los desarrollos inmobiliarios que ocupan las áreas antes descampadas, propicias para los improvisados campitos.

El contexto social termina de configurar la calle como “peligrosa”, sobre todo para los que los niños anden solos y a cualquier hora. Al menos en las ciudades más densamente pobladas, cada vez se ven con menor frecuencia a los chicos pateando una pelota sin reglas ni límites. El fútbol de potrero no murió, pero está en peligro de extinción.

Pablo Aimar – de quien abundan los buenos adjetivos y no hace falta que desde aquí se lo presente o ensanche – en su rol protagónico de seleccionador de las juveniles de AFA y una de las voces autorizadas para opinar del tema, explica desde su óptica, que la falta de creativos en el fútbol argentino se debe, un tanto, al poco tiempo que pasan los chicos jugando informalmente. Expresa que las dos o tres horas que los juveniles tienen contacto con el deporte, lo hacen en entornos estructurados, en clubes y escuelas de fútbol, con premisas, consignas y pautas que limitan las expresiones espontáneas. El resto del tiempo, los chicos lo invierten entre sus ocupaciones escolares (en el mejor de los casos) y en estímulos poco vinculados con la actividad física, cada vez más atrapados a las pantallas de los televisores, los celulares, las tablets y los ordenadores.

El panorama es complicado. Menos campitos, menos tiempo de los chicos con la pelota, menos juego libre, menos picados.
La daga que termina de envenenar al fútbol, cuando no, es el vil metal. Hasta el hartazgo, los mensajes que bajan los formadores de opinión y los mismos protagonistas, fomentan el sentido mercantilista del asunto. El fútbol juego cede posiciones ante el fútbol mercado, justificando decisiones impensadas desde el corazón, con el razonamiento de que se hacen por la necesidad de brindar un futuro mejor a sus familias.

Deportistas de elite, cuyos ingresos regulares superan – sin miedo a exagerar – hasta 50 veces los salarios mínimos de nuestro país, replican sus quejas en los medios de comunicación aduciendo que dejan las instituciones que los contrataron, porque las ofertas del exterior les darán la tranquilidad de que sus hijos y nietos no tendrán que trabajar para obtener su sustento.

Claro que navegar en las turbias aguas del entramado resulta complicado. Es difícil divisar y sobre todo afirmar lo que en realidad ganan los jugadores, con la sospecha nunca demostrada de que algún retorno a los dirigentes es condición necesaria para sellar los contratos y que es pública, notoria, y mal admitida, la realización de contratos de imagen de los clubes con los jugadores, evitando de alguna forma las cargas impositivas y sociales sobre una parte de su salario.

En definitiva, lo que es cierto y puede afirmarse, es que los jugadores de primera división de Argentina, en su gran mayoría gozan de ingresos muy superiores a los de cualquier otra profesión. Chicos de menos de 30 años ganando más de 500 mil pesos al mes, una obscenidad para un país donde el 60% de los niños son pobres. Las cifras, por obscenas, intentan esconderse, pero salen a la luz cuando los clubes – deficitarios seriales – incumplen sus obligaciones. A la hora de reclamar sus deudas, algunos jugadores clase A, no titubean en llenar las cartas documentos de millones. No hace falta indagar tanto ni ser muy avispado para darse cuenta que el nivel de vida de los nuevos ricos se corresponde con altísimos ingresos.

Del bando opuesto de los argumentos, habrá quien se convenza de que la paga es justa. En los medios nacionales, altos referentes de nuestro fútbol se han expresado con convicción al respecto: “Ningún jugador gana menos de lo que genera”, “es su derecho, le tienen que cumplir con lo pactado”. En días donde la economía del propio Barcelona de España ha hecho mella por los malos manejos administrativos, permítame el lector poner en tela de juicio estas afirmaciones.

Cuando los clubes invierten ignominiosas sumas en sus planteles, no solo por la compra de sus fichas, sino también en su salarios, no está demostrado que el retorno de tal inversión sea positiva, en términos económicos.
Seguramente existan hipótesis conspiranoides que abonen a la teoría de que todo esto es una estrategia para privatizar el fútbol profesional. Para que las Sociedades Deportivas terminen por desembarcar en el mundo de la redonda y de una vez por todas, el modelo de la yankee de la NFL se apropie de los hilos del fútbol. No resultaría descabellado pensar que mentes brillantes puedan cranear tales eventos, aunque antes habrá que asumir la parte que les toca a los protagonistas de adentro. Por títeres o por administradores de las ventajas, las responsabilidades de las ineficiencias económicas de los clubes les competen – en escalas diferentes – a dirigentes y jugadores. O acaso alguien pensará que las desbalanceadas cuentas de los clubes son causa directa de la inversión en juveniles, de los gastos de funcionamiento o de las asignaciones de recursos en infraestructura.

Empresarios, representantes, agentes, dirigentes, periodistas, intermediarios, mánagers, entrenadores y futbolistas parecen haber corrido el eje del juego. Con la excusa de la remuneración como contraprestación del trabajo, justifican siderales operaciones financieras, utilizando sospechosas triangulaciones, clubes fantasmas, contratos de imagen, fundaciones y cuanto artilugio legal exista disponible para evadir al fisco y amasar fortunas.

Dejando de lado las moralinas y los discursos nostálgicos de los que añoramos un fútbol sin tanto maquillaje, las consecuencias son evidentes: capitales privados que quieren invertir en clubes quebrados. Recientemente el país del jogo bonito y los pentacampeões, ha innovado en materia legal para permitir el ingreso de las sociedades anónimas al fútbol ¿A qué amanecido empresario se le ocurriría apostar sus acciones en un negocio que diera pérdidas? ¿No se replicará el modelo económico de los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres?
¿Puede valer la nómina salarial de un plantel lo mismo que una tribuna? ¿Realmente un equipo de 20 futbolistas genera los recursos que percibe, después de deducir los costos en los que se incurre para obtenerlos? Mientras las cuentas no sean públicas, las respuestas no serán certeras. Los hinchas seguirán mendigando información, los pibes soñarán con “salvarse” y la gloria, mal que nos pese, se comprará con dinero. Mucho dinero.