Los clásicos en general y el santafesino en particular no tienen un antes, solo tienen un después. Y un durante, claro está, que los va moldeando, que los define.
Un gol significa, habitualmente, mucho más que una distancia en el resultado, que una confirmación de merecimientos o que una acción fuera de contexto. Un gol en este sainete suele ser un golpe certero y contundente que ensombrece el desarrollo previo. Un mazazo difícil de asimilar porque pega con la fuerza de miles que sueñan ese gol desde el silvatazo final del clásico anterior.
Porque los clásicos se ganan, no se merecen. Y porque para ganar hay que hacer goles. Uno al menos.
Un clásico se juega con once titulares, con un sinfín de suplentes y con los cuerpos técnicos planificando y buscando respuestas a cada situación posible. De las buenas y de las adversas.
Pero también se juega internamente, con la concientización que genera cada futbolista consigo mismo cuando en cualquier lugar de la ciudad escucha un "el domingo hay que ganar"; y con la predisposición para entender cuánta expectativa instala en el pueblo de sus colores el juego que se viene.
Se juega como ningún otro encuentro cuando se dimensiona que el pobre fútbol tiene la obligación de despertar felicidad en multitudes que viven esta empobrecida realidad incapaz de despertarlas de otro modo.
Se juega de modo único, además, porque se sabe que se juega para hacer historia. Y a eso no se juega todos los días.
Por eso es maravillosamente impredecible un clásico, porque la mezcla de todos estos elementos equilibra la ilusión y la movilización interna de cada protagonista. Y reduce los favoritismos.
Por eso mismo las palabras, frente a días tan especiales, en el antes no cuentan demasiado: porque los clásicos solo tienen mañana.
Un mañana que será rojinegro o rojiblanco dependiendo de cómo administren sus virtudes, de cómo lidien con las frustraciones y de cómo conquisten a la blanca soberana de este juego.